miércoles, 20 de marzo de 2013

Un presunto asesino...REVELACIÓN DEL ODIO

Debemos empezar por la estación central de policía, donde realmente estaba la incertidumbre. Desde las 8 de la mañana los teléfonos no dejaban de sonar en cada una de las cabinas de atención a emergencias. Las líneas estaban llenas, a pesar del esfuerzo de los agentes; los contactos internos del cuerpo policial también parecían estar a punto de estallar. No había estación o puesto de control en la ciudad que no tuviera alguna novedad.

Más que novedad, una mala noticia; más que una mala noticia, varios asesinatos. Uno tras otro, desde el ajetreado centro ejecutivo y comercial del distrito hasta las más apartadas veredas y aledaños, contaban al menos un muerto en su reporte del día. Para las 09:00 a.m. autorizaron dejar de llenar folios y simplemente retransmitir a las patrullas la información. Pasada media hora, la mitad de las asesoras del call center se habían ido: Habían recibido una de las tantas malas noticias de algún familiar fallecido, mientras sus compañeros entre lágrimas enardecían su espíritu profesional para recibir datos que anhelaban fueran siempre ajenos a ellos. Finalmente, a las 10:00 a.m. se citó a la rueda de prensa en los principales estamentos gubernamentales, encabezados claro está, por la Presidencia. Dirigida por un presidente que se anunciara asesinado veinte minutos más tarde.

Ni el más frío y calculador reportero o periodista –de entre los que quedaban- optó por invitar a la calma y seguir a comerciales. Pasaron varias horas descritas por la plenitud de la palabra CAOS, la sombría angustia e incertidumbre disfrazada de descontrol y miedo. La gente olvidó sus escrúpulos, los taxistas sus tarifas, las autoridades su autoridad. El instinto social y urbano de buscar refugio en sus respectivas casas hacía ver masas de piel, sudor y lágrimas – o simplemente polvo, según el punto de vista- infestar todas las calles de la ciudad, dejando atrás las insignificantes pasiones y necesidades de metal, plástico y madera, fuese la marca que fuese. La única necesidad real resurgía: La supervivencia.

A la 1:30 p.m., el silencio proclamó desierta la ciudad. Estaban ahí, como viles despojos de san Alejo, arrumados en sus casas, agarrados de la mano, rezando, dedicándose tiempo, o solos y desesperados, lamentando lo irrecuperable en los brazos de la soledad. Cual plaga divina, esa sucia tranquilidad se interrumpía cuando un vidrio roto, un golpe en el piso, o un grito desgarrador anunciaban una nueva muerte en algún lugar. Otros se asomaban a ver cómo unos pocos indigentes o indecentes alzaban sus puños al cielo o blasfemaban el suelo  retando a la Parca a acercarse a ellos, para luego dormir eternamente junto a los mutilados, carbonizados, fusilados o decapitados que decoraban el gris asfalto.

Este horrible espectáculo se acompañaba de videos y fotografías de aficionados que creían ver a algún asesino. Se especulaba de grupos insurgentes, pandillas, mafias, jinetes apocalípticos y leyendas tradicionales. La prensa nacional e internacional hablaba minuto a minuto de cómo buscaban evacuar a los que aún vivían, cómo ayudar a detener este genocidio en una tierra maldita, que mataba a cualquiera que entrara en ella. Con el pasar del tiempo, los soldados preferían desertar a buscar a la muerte misma entre las calles, y los políticos enviaban sus pésames y mentiras desde cualquier otro lugar del mundo.

Hay quienes dicen, antes de morir, que no existiría el mal, si no existiera el bien. Y los que recordaban este refrán a tiempo exhortaban a quien pudiera escucharlos que más vale la vida cuando se vive que cuando se pierde. En una hora ese río de consejos, gritos y juramentos, inundó el corazón y la mente de los miles de sobrevivientes que aún quedaban. El gran Leviatán se levantó con el único propósito de encontrar a su asesino y exigirle, por lo menos, una explicación.

Cada profesión aportó lo que podía. Los canales se llenaron de expertos científicos, médicos, políticos, filósofos, actores y deportistas, buscando entregar así fuera su vida en televisión a los miles de ciudadanos que desesperadamente buscaban por todos los medios técnicos, racionales, estadísticos o religiosos una salida a esta epidemia de muerte.

Los miles se iban reduciendo poco a poco, casi al tiempo con la muerte del sol tras los edificios. La noche llegó con una esperanza dolorosa: al fin y al cabo si era un asesino, o un grupo de asesinos, serían ellos los últimos con vida, y alguien en este vasto mundo sabría quién o qué fue y quizás podría hacer justicia al fin. Eso fue suficiente para los ahora cientos de ciudadanos que daban un último esfuerzo por salvar su historia y vida. No había tiempo para incriminarse unos a otros; era bastante común intentar adivinar, para luego ver morir al inculpado frente a ellos mientras juraba que no era él.

Son las diez de la noche. Los sobrevivientes se han reunido en una pequeña iglesia, en el centro de la ciudad. Hay un soldado raso, una arreglista musical, un escritor desconocido, y una profesora de bachillerato. Cada uno observa en el otro la ironía de no tener una explicación de lo que es inexplicable. Tras los minutos en que se desearon lo mejor, se abrazaron y acordaron morir haciendo cada uno lo que sabe hacer, despidiéndose con la imprudente apuesta: Veremos quien muere primero y quien al final.

Falta un cuarto para las doce. El escritor levanta la mirada, en el último segmento de su escrito, y observa cómo cae fulminado el joven militar, que prestaba guardia como es debido. Faltando casi 10 minutos para la medianoche,  gira para ver desvanecerse a la maestra de jóvenes, quien apenas pudo terminar de preparar esa última lección. Y con las que habrían sido las 12 campanadas de esta iglesia, se levanta, camina, y se despide con un fuerte abrazo de la amante de la música. Recoge sus partituras del suelo, cierra la puerta de la iglesia, y piensa mientras se aleja cuál sera la ruta mas corta a casa.

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